Estudios caribeños en la muestra del taller del compositor y pedagogo Juan Piñera
PEDRO DE LA HOZ
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Al piano cubano del siglo XXI le ha nacido una obra robusta, necesaria, imprescindible: Doce estudios caribeños, del maestro Roberto Valera.
Roberto Urbay, una interpretación a la altura de la obra de Valera.
Fue acontecimiento de altura en una jornada de sorpresas y premoniciones, protagonizada por Juan Piñera, ese inquieto e infatigable compositor, promotor y pedagogo que mostró, en el teatro Amadeo Roldán el último viernes, algunos de los muy jóvenes talentos que enrumba por los caminos de la creación, como Denis Peralta, Manuel Vivar (muy ingenioso su performance de percusión), Alberto Rosas, Pepito Gavilondo, Marius Díaz, Antonio Barrios, Jorge Félix Melo, Yanier Echevarría, Maureen Reyes, el dúo Arianne y Elvira y Reinier Vázquez.
Juanito completó la velada con lo que consideró el pago de un par de deudas: una con la memoria de Félix Guerrero (convocó para ello a la soprano Lucy Provedo y la pianista Marita Rodríguez), ejemplo de ética y consagración; otra con Valera, mentor de Piñera en los estudios superiores de composición en el Instituto Superior de Arte.
Atisbos de esta serie de estudios, escritos en el 2002, se habían tenido en uno de los recientes Festivales de La Habana de Música Contemporánea, interpretados por Sunlay Almeida, y es conocida la fascinación que siente el pianista norteamericano Francis Yang por la sexta pieza del ciclo, desde que la estrenó en Gran Bretaña.
Ahora, aunque solo se ejecutó la mitad de la serie, puede tenerse una idea de lo que la obra significa para el pianismo cubano y, ¿por qué no?, para la producción de este tiempo destinada a ese instrumento.
Si bien el discurso responde a la más estricta, rigurosa, y a la vez ingeniosa e imaginativa disposición de la sintaxis musical —Valera mismo nos ha advertido: “Aquí no hay nada programático, ni descriptivo, ni evidentemente extramusical; tampoco he querido emplear un lenguaje hermético o experimental“—, esta es mucho más eficaz y alcanza un mayor calado por la solidez conceptual que sustenta el acto creativo.
Valera despliega un pensamiento estético orgánicamente articulado en torno a determinadas claves identitarias que definen su inserción y aportación a bien definidas coordenadas culturales, entendidas estas no como patrones ni modelos, sino como pautas abiertas y en continuo desarrollo.
Se hacen notar la exaltación de atmósferas y cadencias, el rejuego con la memoria musical popular y la norma culta previamente asimilada; y una manifiesta intención por confirmar la validez de inflexiones, giros y acentos fermentados en los odres donde se han curado las músicas del mare nostrum antillano.
Esos valores ganaron credenciales en la ajustada y sensible interpretación de Roberto Urbay, un pianista que no solo se toma en serio cualquier material que pasa por sus manos, sino que lo interioriza consecuentemente en cuerpo y alma.
Bastaron esas seis piezas de la serie de estudios para comprender que la obra de Valera ensancha un caudal por el que fluyen partituras tan importantes como el Estudio de contrastes (1974), de Harold Gramatges; Altagracia (1983), de Carlos Fariñas; Diurno y postludio (1994), de Juan Piñera, y Tema con variaciones sobre una canción de Silvio Rodríguez (1999), de Andrés Alén.

Estudió en el Conservatorio Amadeo Roldán de La Habana, y posteriormente hizo estudios de Postgrado en Composición en el Instituto Federico Chopin de Varsovia, bajo la guía de Witold Rudzinski y Andrzej Dobrolowski. Obtuvo la Licenciatura en Educación en la Escuela Normal de La Habana y un Doctorado en Pedagogía en la Universidad de La Habana.